Postales del sur (de Madrid)
Pedrete es forma hipocorÃstica de Pedro. Hace cinco o seis años, cuando andaba aún a gatas, Pedrete se abrasó entero con la copa eléctrica de la mesa-camilla del comedor. Su madre se encontraba fregando unos cacharros en la cocina, y al oÃr llanto del niño corrió como una cierva en defensa de su cervatillo. Pero sólo llegó a tiempo para despegarlo literalmente del brasero. El chiquillo se encontraba bajo las faldas de la mesa, tumbado de bruces sobre la copa eléctrica. Desde entonces la piel de sus manitas, piernas y pecho está reseca como las hojas que en otoño caen de los olmos. También desde entonces, ni a su madre ni a Pedrete se les borra la tristeza de sus ojos.
— ¿Es que menudo disgusto?
— Pues sÃ, la verdad.
— ¿Y en la cara no le pasó nada?
— No, nada.
— Pues menos mal, porque podÃa haber sido peor.
La señora Menchu, que es vecina, al oir los gritos de Pedrete y su madre, se presentó de inmediato en la casa, y sin pensárselo dos veces embadurnó con pasta de dientes las quemaduras producidas por el metal ardiente. A la madre de Pedrete este remedio no pareció convencerle mucho, pero la Menchu acabó por imponerse:
— Que sà mujer, que sÃ, que yo he oÃdo este consejo por la tele y a mà me va muy bien cuando me salta el aceite. ¿No ves que el fresquito del Colgate calma la picazón de la quemadura?
En el Renault 6 del señor Eduardo, otro vecino, las dos mujeres metieron al pobre Pedrete, y se lo llevaron al hospital. No pidieron una ambulancia porque no sabÃan si se podÃa pedir, y también porque sospechaban que tardarÃa mucho en llegar. Fueron por la carretera de Toledo cuanto más rápidamente pudieron, con el claxon continuamente sonando, y con la Menchu gritando paso y ondeando un paño de cocina por la ventanilla. En el cruce de Orcasitas, sin detenerse en los semáforos que lucÃan en rojo, giraron a la derecha y poco después se presentaban en la puerta de Urgencias del 1º de Octubre. A Pedrete lo ingresaron rápidamente, pero al comprobar los médicos la gravedad de las quemaduras lo trasladaron a la Unidad de Quemados de la Cruz Roja, ahà en Cuatro Caminos. En la ambulancia, ahora sà en una ambulancia, se montó la madre junto con el niño, y el señor Eduardo y la Menchu se fueron en el coche.
— No te preocupes, mujer —le decÃan a la madre de Pedrete—. Tú no te preocupes que nosotros llegamos enseguida.
Cuando al cabo de una hora —hay que ver cómo estaba la M-3—, el señor Eduardo y la Menchu entraban en la sala de espera del Hospital de la Cruz Roja, la madre de Pedrete ya les aguardaba sentada en un rincón. Al verles, no pudo soportar por más tiempo el dolor de su corazón, y tras levantarse y fundirse en un abrazo con la Menchu, lloró cuanto quiso y más.
— Ay, mi Pedrito¡, ¡mi Pedrito de mi corazón¡.
— Tranquila, mujer, tranquila.
— Ay, Menchu, si yo hubiera tenido un poco más de cuidado, si hubiera estado más atenta.
— No te digas eso, mujer, estas cosas pasan aunque una tenga mil pares de ojos.
Algo más aliviada después de las lágrimas, y mientras se secaba con un pañuelo las mejillas y las cuencas de sus ojos, se dirigió al señor Eduardo. Las otras cuatro o cinco personas que permanecÃan también en la sala de espera no dejaban de mirarles.
— Esto es un castigo de Dios, señor Eduardo.
— Venga, venga, no pienses esas cosas - respondió el hombre con autoridad.
— Ay, señor Eduardo, muchas gracias por todo¡ No sé que hubiera hecho sin usted
— Nada mujer, aquà sobran las gracias, porque para eso estamos los vecinos. Pero, ¿y el niño?, ¿qué tal está?
— Está bien, -contestó la madre de Pedrete. Aunque dicen que le quedarán marcas.
— Bueno, mujer, dentro de lo malo esta es la mejor noticia que podÃan darnos. Ahora lo que tienes que hacer es tranquilizarte porque con esos nervios no se va a ninguna parte.
Decidieron sentarse. Señalando la máquina de café y bebidas que se hallaba frente a ellos, el señor Eduardo preguntó a las mujeres si querÃan tomar algo. Pero ambas respondieron con la cabeza que no. Durante unos instantes permanecieron en silencio, observando el entorno, como adaptándose a la situación. De fondo, infiltrándose por paredes y techos, les llegaba el zumbido áspero e indiferente del tráfico de Madrid.
— Oye, —preguntó la Menchu al fin—, ¿han dicho algo del Colgate?
— No, nada —respondió la madre de Pedrete.
— ¿Ves?, ya te decÃa yo que no podÃa ser malo.