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  • Foto del escritorGonzalo Mora

LA SEÑORA HORTENSIA

Actualizado: 19 may 2020

Postales del sur (de Madrid)


Resistentes, espartanos,

fanáticos de la convivencia,

reciclaron el miedo en prudencia

y construyeron desde sus cocinas

un país para las generaciones futuras.

Ojalá su terca eternidad nos guíe.




La señora Hortensia era menudita y de pelo blanco, y había llevado una vida dura, de mucho trabajar. Siendo aún muy niña, en los tiempos de revancha y miseria de la pos guerra civil, ya se ocupaba en los campos y en las vides de su pueblo de La Mancha. Y al poco de cumplir los doce años, tras la muerte de su madre, le fueron encomendados por su padre el cuidado de la casa y los dos hermanos varones. Demasiado trabajo para una chiquilla que, ya fuera verano o invierno, amanecía la primera, calentaba el café, oreaba y limpiaba la casa, atendía los animales del corral, lavaba, planchaba y zurcía la ropa, aderezaba almuerzos y cenas, fregaba perolas y tiestos, y se acostaba la última, sin beso de buenas noches ni cristo que lo fundó.


Recién cumplidos los veinte años, Hortensia se casó con Francisco, un mozo moreno, recio y trabajador, que se distinguía por un agudo sentido del humor y por sus elogios a la voluntad humana, pues acaso por carecer de otra hacienda solía repetir aquello de «querer es poder». Empero, su noviazgo no fue un camino fácil, ya que el padre de la señora Hortensia, que siempre había sido un canalla —capaz de quitarles el bocado a sus hijos para alimentarse él—, quiso impedir aquella relación. Intentando no quedarse sin fámula en el hogar, menospreciaba a Francisco en las tabernas del pueblo llamándole «muerto de hambre» y «desgraciado», y llegó a denunciar robos y ofensas imaginarias de su yerno en el cuartelillo de la Guardia Civil. Quería, claro, que lo detuvieran y lo llevaran a la cárcel. También era habitual que golpease a su hija para que se alejara de Francisco, y, de hecho, minutos antes de salir de casa camino del altar, con el vestido blanco ya puesto, Hortensia recibió la última paliza de su padre.


Esa noche, acabados los festejos del casamiento, Francisco y Hortensia durmieron en la casa de un primo, y a la mañana siguiente, con sus cuatro cosas, se marcharon a Humanes de Madrid. En esta localidad habían alquilado una casita vieja y algo desvencijada que acondicionaron para vivir, y desde la que salía Francisco cada mañana para trabajar en una fábrica de Parla. En su nuevo hogar se olvidaron de las batallas pasadas con el padre, prosperaron materialmente y, lo que no es moco de pavo, engendraron y criaron a siete hijos, cuatro hembras y tres varones.

Pero una calurosa tarde de agosto, todo se quebró brusca y cruelmente. Francisco volvía de trabajar en su bicicleta, cuando fue atropellado en el kilómetro 34 de la carretera de Toledo. Dicen que fue un camión el que se lo llevó por delante y que si el conductor se hubiese detenido Francisco estarían aún con vida. Pero esto no se puede saber, a lo peor es verdad, a lo mejor el camionero ni lo vio. Lo único cierto es que a Francisco lo recogieron muerto, y que a partir de entonces la vida de la familia cambió por completo.


La señora Hortensia pasó una mala temporada, tomando medicamentos y pastillas para dormir, pero al fin tuvo que levantarse, y seguir luchando. En este caso, con la empresa, que no le reconoció el atropello como accidente de trabajo ad itinerem. A la señora Hortensia le quedó una pensión de diez mil pesetas que no le llegaba ni de lejos para cubrir los gastos, de manera que entró a servir en la casa de un general de brigada que vivía en el pueblo, y en la cocina de un restaurante. Pero ni aún así el sueldo le llegaba para alimentar siete bocas y mantener una casa, con lo que tuvo que repartir a sus hijos por los hogares de Auxilio Social. Este asunto se lo llevó el general, que habló con quien tenía que hablar.


Fue sin duda una decisión durísima, pero que le acabó reportando sus frutos. Gracias nuevamente al general, que la recomendó en varias casas de La Moraleja, la señora Hortensia pudo ganar más dinero, y al fin, tras cuatro años de separación de sus hijos —a los que sólo veía en vacaciones—, dejó la casucha de Humanes, y se metió en un piso del barrio de Las Margaritas, en Getafe, un piso de tres habitaciones donde cupieron todos. Además, el tiempo no pasa en balde, y tras esos años, Lucas y Antonio se hicieron dos hombres, con cuerpo para trabajar, y Charito y Marga unas señoritas que podrían ayudar en la casa y en el cuidado de sus hermanos pequeños. 


Todo esto me lo contó la señora Hortensia hace cosa de cinco meses, sentada en el sofá de su pequeño salón, con su san Antonio en la mano, y bajo la fotografía en blanco y negro de su difunto esposo. Con el gesto y la voz de la persona humilde, resignada y trabajadora a la que siempre le costó mostrar sus deseos, me hablaba con orgullo de sus hijos —todos casados—, y de sus catorce nietos. También me confesó que su único deseo en la vida era morir rodeada de todos ellos.


Pero no ha podido ser. La señora Hortensia, falleció ayer, viernes 10 de abril de 2020, en la UCI del hospital de Getafe, una víctima más entre las 510 que nos dejó la pandemia del coronavirus, ese bicho que nos condena a morir sin despedirnos. Eso sí, al menos no le faltó su san Antonio en el pecho, y la mano cariñosa y la mirada compasiva de los médicos y enfermeras que la cuidaron hasta el último momento. Según las crónicas, con su natural generoso y ese espíritu forjado en la renuncia y el sacrificio, la señora Hortensia se marchó sin quejarse, agradeciendo el trato dispensado. Las cosas podían haber sido peor. 


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