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  • Foto del escritorGonzalo Mora

GASPAR, EL ZAPATERO

Actualizado: 16 abr 2020

Postales del sur (de Madrid)



El zapatero del barrio es un hombre menudo y enjuto que se llama Gaspar. Aunque en el barrio han existido y existen otras zapaterías, el zapatero del barrio, el zapatero remendón por excelencia, se llama Gaspar. Y tanto es así que, cuando las madres mandan a sus hijos al zapatero con el recado de que entreguen o recojan unos zapatos no les especifican nada más.


— Toma, lleva estos zapatos al zapatero y dile que a ver si puede arreglar este descosido.

— Voy mamá.


Gaspar es el zapatero porque lleva treinta años ejerciendo este oficio y siempre tuvo claro que este era su sitio. A pesar de las malas rachas que tuvo que soportar, en las que el público parecía darle la espalda, siguió trabajando duro para conseguir que la suerte se le pusiera de cara. En el barrio, por el contrario, no faltaron otros zapateros que, en cuanto llegaban los primeros problemas plegaban velas y se marchaban por donde habían venido, sin acabar de arraigar en el corazón de los vecinos.


— Maestro, ¿puede usted taparme este agujero de la suela?

— ¡Uff¡, esto está difícil, pero a ver si con una media suela te lo arreglo.

— ¿Cuando vengo a recogerlo?

— Pásate el lunes.

La zapatería de Gaspar es una habitación de un piso bajo a la que abrieron una puerta a la calle aprovechando el hueco de la ventana. Al principio, de recién llegados al barrio, Gaspar, su mujer y el primogénito de ambos estuvieron residiendo en lo que quedaba del inmueble, de unos sesenta metros cuadros en su conjunto. Pero luego, según se fue asentando el negocio y los ingresos fueron llegando, la familia pasó a habitar otro piso, quedando el primero como lugar de trabajo. Gaspar, entonces, podía haber tirado algún tabique y haber ampliado la habitación donde trabajaba, pero finalmente no lo hizo porque se apañaba  bien como estaba. Descargó un tanto de cacharros su lugar de trabajo colocándolos en otra habitación aneja, pero siguió trabajando y atendiendo al público en su sitio y en la forma de siempre, esto es, tras un pequeño mostrador y sentado en una silla de enea.


— Maestro, puede coserme usted este roto de la bota.

— ¡Uff¡, esto está muy difícil, pero déjamela que ya veré si puedo.

— ¿Cuándo paso a recogerla?

— Mañana a la tarde.


Tanto como su profesión de zapatero, Gaspar ama su función de remendón y por esto disfruta arreglando no sólo el calzado q

ue le llega a sus manos, sino también bolsos de señora y de viaje, maletas, balones de cuero, suelos y techos de tiendas de campaña..., todo lo que sea susceptible de ser reparado con las herramientas de que dispone. Comprometido con el cliente, Gaspar no es de esos zapateros que no dudan en excusarse para no arreglar la cosa que le entregan y que mandan directamente a comprar otra nueva, sino que, tras una leve y casi protocolaria excusa inicial, procura remendar el roto o el descosido. Gaspar parece que no comulga con esa estúpida dinámica del usar y tirar que se está imponiendo en la sociedad y, gracias a él, más de un duro se habrán ahorrado los vecinos del barrio.



— Maestro, aquí le traigo este balón del chiquillo, a ver si usted puede...

— A ver, déjame ver....¡humm¡, esto está difícil pero dejámelo para que lo mire bien.

— ¿Cuándo paso a recogerlo?

— La semana que viene, que ahora estoy muy cargado de trabajo.


Siguiendo una antiquísima costumbre, no faltan


gentes que a Gaspar llaman «maestro». Y lo cierto es que si maestro es aquél que conoce las salidas de un determinado laberinto profesional, Gaspar lo es. Por lo demás, y aparte de trabajar bien, Gaspar trabaja barato, y en ocasiones, cuando el arreglo es nimio, ni te cobra por ello. En este hecho, que es esencialmente generoso, Gaspar ha descubierto sin embargo cierta recompensa material, pues aparte de de asegurarse al cliente, recibe una propina que suele cubrir el trabajo y el tiempo invertidos. Acostumbrado a pagar por todo, que tiempo llegará en que nos cobrarán incluso por el aire que respiramos, el parroquiano suele sentirse halagado con este trato de favor y sólo al avaro le escuece el bolsillo.


— ¿Qué le debo por el arreglo, Maestro?



— Nada, hombre, nada, fue cosa de un minuto.

— Tenga entonces, para que se tomé un café.

— Muchas gracias, hombre, muchas gracias. Y la familia, ¿qué tal?

— Muy bien.

— ¿Y tu madre? Hace mucho tiempo que no la veo. Yo conozco desde hace mucho tiempo a tu madre, ¿sabes?, y a tu abuela también la conocí. Tu madre y tu abuela fueron siempre muy buenas clientas.


VALE



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