JULIO
- Gonzalo Mora
- 18 mar 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 16 abr 2020
Postales del sur (de Madrid)
(Relato extraído de la novela Tierra de aluvión)

Ayer por la mañana enterraron a Julio, a Julio Montoro García, un santanderino grandote y bonachón que trabajaba en la Kelvinator desde hacía veinte años y que siempre, siempre, saludaba por la calle. Julio quería mucho al barrio —tanto como el que más—, y solía colaborar con la Asociación de Vecinos, ayudando en lo que podía. Cuando llegaban las fiestas, o cuando hacía falta algún coche para acudir a alguna reunión al Ayuntamiento, ahí estaba Julio: siempre ofreciéndose, siempre generoso, siempre desinteresado. De la misma forma que sentías que otros miembros de la Asociación estaban en ella para figurar o medrar políticamente, con Julio notabas que no, que el tipo era realmente así y que actuaba por filantropía.
—Los vecinos tenemos que entendernos y colaborar para resolver nuestros problemas.
—Eso pienso.
—De lo contrario, nos las darán todas en el mismo carrillo.
La muerte de Julio, que dejó mujer y tres hijas, estuvo precedida de una agonía lenta y dolorosa. Es raro que la gente se muestre de acuerdo en sus opiniones, pero en este caso todos coincidimos en que Julio no se merecía una muerte así, Julio, un tipo al que le faltaba tiempo para invitarte a una cerveza. Influido por esta circunstancia, recuerdo que estuve dándole vueltas a la idea que tenía sobre la Muerte, hasta acabar viéndola como un suceso tan caprichoso y arbitrario como la Vida. Intento explicarme. Sintiendo la injusticia de la existencia humana, es fácil consolarse con ese mensaje religioso en el que la Parca reparte a cada cual según sus méritos, destinando el cielo para los buenos y el infierno para los malos. La Muerte, en fin, como un agente insobornable de la Justicia Universal que reparte estopa a los canallas, mientras que se muestra condescendiente y hasta magnánima con los tipos cabales. Pero el óbito de Julio me hizo ver que, pensando así, confundimos una vez más realidad con deseo, y que no es cierta la idea de que morimos igual que vivimos. Ejemplos de lo que decimos podemos encontrarlos en cualquier rincón del planeta, donde mueren a diario miles de seres humanos sin merecer la muerte que el destino les depara. En sentido contrario, podemos referir los casos de quienes, habiendo cometido los crímenes más execrables, mueren en olor de santidad.
—Cite algún nombre
—No quiero.
—¿Por qué?
—Porque todos tenemos ya alguno en la cabeza.
Durante los dos meses que Julio estuvo ingresado, no hubo día en el que los médicos no le hicieran pruebas y practicaran con él todo tipo de tratamientos. Con las cautelas debidas ante la falta de formación médica de quienes, tras acudir a visitarle, contaban luego al vecindario la evolución de su rara enfermedad, el diagnóstico que más se extendió entre los vecinos fue el de que su organismo no asimilaba las proteínas, no atinando la ciencia médica ni con el origen ni con el remedio de su mal. De ahí que Julio se fuera apagando como una vela, muy poco a poco y sin remedio, y sin saber por qué moría. En sus últimos días, a Julio no se le reconocía por lo escurrido y macilento que se quedó, y de aquel Julio alto y fuerte, con aquella barriga tan espléndida y de la que él se mostraba tan orgulloso, no restaba más que piel y huesos. Era como otra persona. Recuerdo que los vecinos que acudieron a verlo al hospital contaban cómo, al entrar en la habitación donde se encontraba, salían de inmediato tras pedir disculpas al creer que se habían confundido. Tan desconocido llegó a estar.
—La verdad es que yo me he quedado de piedra.
—Y yo también.
—Pero si hace sólo diez días de nuestra última visita.
Conforme a la popularidad que tenía y al cariño que despertaba, el sepelio de Julio fue un acto multitudinario y de mucho sentimiento, un sepelio que, además, se retrasó un par de días por mor de la autopsia que le practicaron al cadáver. Las muestras recogidas las mandaron a laboratorios de Múnich y de Estocolmo para que las analizasen y pudiesen servir para aumentar el conocimiento de la medicina. Desconozco, claro está, los resultados, pero este posible avance en la ciencia no sirvió para mitigar el dolor de su mujer y de sus hijas, y tampoco de quienes le conocimos y apreciábamos. Para nosotros, lo que contó fue que Julio se marchó del mundo de los vivos, dejando un hueco en nuestras vidas. Me refiero, claro, a la persona física, porque con quien sí podemos encontrarnos a cualquier hora y en cualquier sitio es con su fantasma.
—Hola chaval.
—Hola Julio.
—¿Quieres una cerveza?
—Quiero, pero no puedes invitarme.
—¿Porque estoy muerto?
—Eso es.
—¿Y no puedo invitarte de otra forma?
—Igual si volvemos los dos al pasado…
—Yo puedo hacerlo, ¿y tú?
—No lo sé, tendría que intentarlo.
—¿Te espero en el pasado entonces?
—Bien, pero si no voy es porque no he sabido ir.
—De acuerdo, comprendo las limitaciones de los vivos.
VALE
Comments