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EL MURAL DE LA PLAZA

  • Foto del escritor: Gonzalo Mora
    Gonzalo Mora
  • 15 oct 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 20 abr 2020

Relato extraído de la novela Casa de Juventud



Aquello sucedió en el año 87, quizás en el 88. A comienzos de esa década, un grupo de jóvenes habíamos puesto en marcha una casa de juventud en el barrio de Las Margaritas y, con los pocos medios de que disponíamos, pero con la mucha ilusión que nos embargaba, estábamos desarrollando un buen número de actividades para el conjunto de los vecinos. Para los anales de la historia sociocultural de nuestro barrio y de Getafe quedan hitos tales como la puesta en marcha de la biblioteca Garcia Lorca (con más de 2.550 volúmenes en sus estantes), un local de ensayo para grupos musicales, un club de montaña, un cine-club, un boletín informativo, una ludoteca, y un sinfín de talleres y de actividades, como las fiestas de Las Margaritas de los años 83 y siguientes.

En medio de toda aquella vorágine participativa y colaborativa, y siempre con el cristiano objetivo de mejorar la vida de nuestro prójimo, o de «changer la vie», que dirían los franceses, se nos ocurrió la idea de embellecer las paredes de los transformadores eléctricos de Iberduero. ¿Recuerdan? Me refiero a esas construcciones de ladrillo de unos tres o cuatro metros de altura que, adosadas a las viviendas, se levantaban en distintos rincones de nuestros barrios. Dicho y hecho, nos pusimos manos a la obra, con la intención primera de pintar sendos murales en los cuatro transformadores que había en Las Margaritas. Ahora bien, comoquiera que lo recomendable era empezar por alguno de ellos, elegimos la pared del transformador situado junto a la plaza Santa Margarita, la plaza por excelencia del barrio. Solucionada esta disyuntiva, tuvimos que resolver todas las demás, que no eran pocas: el proyecto, el artista, los medios materiales y económicos… Tras detraer del presupuesto de la Casa de Juventud el dinero que, sobre poco más o menos, necesitaríamos, lanzamos algo así como una especie de convocatoria pública en la que solicitábamos un avance o boceto de los proyectos, y en la que dejábamos sentado que no se fijaba remuneración alguna para los artistas, salvo algún almuerzo que otro. Los materiales, eso sí, correrían a cuenta de la Casa, incluido los costes de un pequeño andamiaje que sería necesario para alcanzar las partes más altas de los aproximadamente veinte metros cuadrados de pared.

Como muestra de las ganas de los pintores locales por darse a conocer, y a pesar, como decimos, de la nula retribución que se fijaba, nos encontramos con cuatro o cinco bocetos. El elegido, tras no poco debate, fue el de José Luis López Romeral, pintor de cierto renombre, cuya obra se había mostrado en diversas exposiciones y reconocida con algunos premios, y que además era del barrio. Comunicada la noticia al agraciado, no tardó en ponerse la bata blanca de pintor y, en los ratos que le dejaba libre su trabajo en una cadena de montaje, fue trabajando en su obra. Tras cinco o seis meses de andar subiendo y bajando por el andamio, y en los que los jóvenes de la Casa le asistíamos como mozos de espadas, y le llevábamos el café y el pincho de tortilla, Romeral pudo finalizar su mural, (ver foto adjunta) una evocación alegórica, de carácter figurativo, de la armonía que debiera presidir la convivencia entre los seres humanos, y la relación entre éstos y la Naturaleza. Una obra que, según las opiniones que pudimos escuchar, resultaba del agrado general. Sin que la mayor parte de los vecinos supieran poner en palabras lo que les suscitaba aquella pintura, lo cierto era que muchos se detenían unos instantes a contemplarla, animados por ese aire de belleza, por esa emoción estética, que se desprende de lo que habitualmente calificamos como obra de arte.

Y hasta aquí, el relato del fenómeno creador, de cómo los sueños pueden hacerse realidad para embellecer nuestras urbes. Porque lo que nos toca contar ahora es cómo, unos años después, en el marco de una serie de actuaciones urbanísticas realizadas en el barrio, el gobierno municipal decidió soterrar los transformadores eléctricos tras el derribo previo de los edificios que los albergaban. Y con ellos, claro está, el mural de Romeral. Sic transit gloria mundi. ¿Se habría convertido esta pintura en una pieza artísticamente apreciable, una vez examinada por opiniones más autorizadas que la nuestra?¿Habría atraído la curiosidad de turistas provenientes de otras partes de España o incluso de otros países del mundo? ¿Se podría haber extendido esta iniciativa y, aprovechando otros rincones de fachadas y edificios del barrio, seguir promoviendo el gusto por la pintura? ¿Se podría, ya por último, haber situado Las Margaritas en el circuito europeo o mundial de las pinacotecas al aire libre? Pues no lo sabemos, y seguramente ya no lo sabremos, quedando estas preguntas en ese limbo donde quedan las cuestiones que no se responderán jamás. Lo que en cambio sí podemos anotar, porque así lo vivimos, son las contradictorias opiniones que surgieron a raíz de la demolición de los transformadores. Opiniones que, por un lado, denunciaban el atentado artístico que supuso destruir aquel mural, que acabó convertido en escombros, y que, por otro, aplaudían la generación de espacios más amplios y despejados en el callejero del barrio.


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