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CAMINO DE CAPRIATI

  • Foto del escritor: Gonzalo Mora
    Gonzalo Mora
  • 7 jul 2019
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 28 oct 2024


Imagen: Retrato del Bosco,

atribuido a Jacques Le Boucq


Aunque llevaba catorce o quince meses sin saber nada de mí, decidí llamar por teléfono a Marisa, mi chica, para confirmar que seguía siendo eso, mi chica, y, en caso afirmativo, proponerle tomar un chocolate con churros, o porras, en una chocolatería que siempre nos agradó del centro de Mascarpone. Sin embargo, en la conversación mantenida —breve, proto- colaria y con su punto de tensión—, no encontré momento para la pregunta referida, y, quizás por ello, Marisa no me aclaró nuestro estatus sentimental. Accedió, eso sí, al encuentro —a regañadientes, pero accedió—, y quedamos en que pasaría a recogerla por su domicilio, un pequeño apartamento situado en el barrio de Nemesio Yucatán.

Un par de horas más tarde, cumpliendo con el compromiso contraído, aparcaba mi moto en las inmediaciones de su vivienda y, con el casco en la mano, me dirigí hasta el portal. Aunque albergaba dudas sobre la planta y la letra del piso, no tuve que tocar tecla alguna en el portero automático: Marisa me esperaba en el portal, vestida con un ajustado pantalón vaquero, una camiseta blanca y una cazadora también vaquera, en un atuendo de chica deportiva que acentuaba con sus tenis negros. Si su objetivo era impresionarme y que me llamara mil veces gilipollas por haber estado tanto tiempo alejado de su compañía, desde luego que lo consiguió: de tal manera me deslumbró su belleza y escultural pose, amén, claro, del brillo que desprendía su inteligente mirada.


Una vez que nos saludamos con un par de besos en las mejillas, con la humildad, respeto y espíritu de servicio que el siervo traidor debe a su reina, le propuse des- plazarnos hasta la chocolatería en mi motocicleta: una Chendray de 1500 cc, color rojo metalizado, un buen pepino. Siempre precavida, ella me preguntó:


—¿Tienes casco para el paquete?

—Por supuesto —le respondí.

—¿Y te comprometes a realizar una conducción

modélica, respetando escrupulosamente las señales viales y evitando tu costumbre de no detenerte en semáforos en rojo y en pasos de cebra con peatones cruzando?

—Me comprometo —respondí con firmeza, levantando mi mano diestra en señal de juramento y acatamiento a mi promesa.


Sentí que había salvado ese crucial momento del encuentro, cuando, ya con el motor en marcha, nada más acomodarse en el asiento trasero, noté sus manos asiéndose dulce y relajadamente a mi cintura.


—¿Estás cómoda? —le pregunté, entonces.

—Sí —me respondió ella.


Sin mayor novedad, llegamos a la chocolatería, que se encontraba repleta de ciudadanos sin otro pito que tocar y, por tanto, sin ganas de levantarse. No quedaba ni una mesa libre, y ello me obligó a sacar a empellones a un par de viejas con peinados impertinentes que se encontraban en una mesa al lado de un ventanal, un sitio que estimé idóneo para una pareja que busca reconciliarse. En el ínterin, las dos viejas me pusieron como chupa de dómine —para solaz y refocilo de la parroquia presente—, pero no me importó. Cualquier sacrificio me parecía pequeño para poder sentarme con Marisa y tomar un chocolate con churros. O porras.


Sin embargo, al ser atendidos por la camarera, nos enteramos que se habían acabado tanto los unos como las otras, y que sólo podía ofrecernos platos combinados. Nuestro gesto de fastidio ante tan drástico cambio de planes resultó evidente y, por un momento, no supimos qué hacer. La camarera, entendiendo nuestra confusión, nos ayudó a decidir.


—Los platos tienen fama. Viene gente hasta de Murcia para probarlos —nos informó.

—Pero no tenemos hambre —le repliqué.

—Bueno, en el comer y el rascar todo es empezar —apuntó ella.


La ancestral sabiduría que se encerraba en este argumento nos convenció y, una vez que leímos con detenimiento la carta, Marisa se decantó por el plato nº 5: huevos de tortuga y lomo de búfalo a la plancha. Yo pedí el cabrito asado, recomendación del chef.


—¿Lo presentan ustedes con patatas fritas? — pregunté a la camarera.

—Sí señor.

—¿Y con un poquito de ensalada siamesa?

—Le traemos un perol para servirse a discreción.

—Estupendo.

—Y para beber ¿qué les pongo?

—Vino clarete de Navarra.

—Excelente elección, señor.


Nos sirvieron las comandas con elogiosa prontitud y, mientras las despachábamos, nuestra conversación discurrió sobre el devenir de nuestras vidas en esos últimos meses. No podía ser de otra forma. En un primer momento, Marisa me entretuvo con la narración de diversos episodios de su trabajo o su familia que no pasaban de la categoría de anécdotas, hasta que llegó a donde quería llegar: su conato de noviazgo con un muchacho de Zamora capital. Y digo conato porque ella no quiso otorgar su beneplácito a un compromiso que el zamorano le exigía para llevarla después al altar.


—Un hombre formal —apunté yo.

—Mucho —me confirmó ella.

Por mi parte, le conté mi peripecia para obtener el título de Filosofía de la Economía —¿o quizás era Economía de la Filosofía?—, y mi trabajo de chulo playa en Capriati. Aunque quizás esto me lo tendría que haber callado. Visiblemente enfadada, Marisa me recriminó no haberla invitado, siquiera una breve temporada, a ese bello rincón de la costa grecorromana, donde el mar adquiere un tinte lapislázuli y se come el mejor pescaíto adobado del mundo. El enfado remitió cuando le recordé la afición de los lugareños a las habaneras con acompañamiento de atambores y mandurrias.


—Sí, la verdad es que el paraíso no existe —dijo, con indisimulado desencanto.


Superado este obstáculo, las aguas volvieron a su cauce y seguimos conversando como dos personas civilizadas. Hasta que, poco antes del café, recaí en mi in- continencia verbal al realizar un comentario sobre un romance que mantuve, también en Capriati, con una mujer-pantera congoleña. Hay que ser imbécil. Pasando de 0 a 100 en menos segundos que mi Chendray, Marisa me tachó de sinvergüenza y degenerado, me reprochó dormir en los brazos de otra mujer, aunque fuera de la especie referida, y me afeó que no le hubiera puesto una miserable conferencia en tantos meses. Era la tormenta que llevaba formándose desde que la llamara y que sa- bía descargaría en algún momento. Callado, asintiendo a los argumentos de su diatriba, aguanté el chaparrón sin parpadear, convencido de que le debía al menos ese desahogo.


—¡Si lo llego a saber —me advirtió con gravedad amenazante— acepto el romance con el chico zamorano, que además estudiaba notarías! Ahora tendría un magnífico chalet de tres plantas con jardín.

—Ya —le maticé—, y un aburrimiento supino que sólo mitigarías con compras en los grandes almacenes o con alucinaciones nacionalistas.

—Sí, eso también.


Al fin, advino la calma y, una vez abonada la factura, nos despedimos agradecidos de la camarera y salimos a la calle. La intención primera era regresar a Nemesio Yucatán, pero, animados por el perfume de las lilas y los jazmines en la espléndida noche veraniega, quisimos caminar. Así, bajamos por la avenida de La Prensa Revolucionaria y, en el parque de Pintor Golmayo, nos sentamos en un banco. Queriendo confirmar si habría tema, me arrimé a su costado y, como el que no quiere la cosa, abracé su espalda a la altura de las escápulas. Una maniobra de aproximación que resultó conforme a mis intereses, pues, pasados unos segundos, noté cómo ella replicaba mi movimiento y, acercando también su cuerpo, apoyaba su cabeza sobre mi hombro. Quedamos en silencio abrazados como tortolitos, en una impecable imagen de película romántica, hasta que, pareciéndome momento para un toque de cultura clásica, le pregunté.


—¿Dónde crees que iremos al morir? —Y le di opciones—: ¿A los Campos Elíseos, al Tártaro o a los Campos de Asfódelos?


Marisa dio un respingo y me miró ojiplática. «Sí —pareció decirse—, es él en estado puro, con esas apreciaciones extemporáneas que, ajenas a cualquier filtro intelectual, descolocan al interlocutor». Por un momento estuvo en un tris de espetarme lo que tantas veces me espetara, esto es, que la dejara «en paz con esos rollos», pero, tirando del aplomo de quien ha bregado en situaciones similares y consciente de esta prometedora etapa que parecía iniciarse en nuestras vidas, me respondió con indiferencia:


—A estos últimos, sin duda.


Satisfecho por la respuesta, retornamos al silencio y centramos la atención en la escandalera de la miríada de grillos que se frotaban sus élitros en la espesura del parque. Sin embargo, algo inspirador había en aquella cantinela pues, notando la agitación de mi intelecto, regurgité otro pensamiento que quise compartir con ella.


—De lo que se come se cría —le dije, con la reposada voz de un presentador de telediario. Y añadí—: Aceptando que la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma, y además, como dijera Berkeley, el espíritu es el sustrato que anima la materia, podemos afirmar que, si comemos mucho cerdo, tendremos cuerpo y espíritu de cerdo. Idem, pollo, ternera, jabalí, etc. ¿Aventuraba esta idea Jheronimus Bosch, El Bosco, al pintar figuras humanas con rasgos de animales? Sin querer entrar en detalles, queda la pregunta como acicate para la reflexión.


Marisa me miró nuevamente atónita y con esa resignación de quien considera imposible que ciertas personas cambien: tan intrínsecos resultan sus comporta- mientos. Quizás por ello evitó reaccionar con acritud y, tirando de diplomacia vaticana, dijo que se estaba levantando fresco y que volviéramos a la puerta de la chocolatería-restaurante, donde teníamos aparcada la Chendray.


—¿Te parece?

—Me parece.


Durante el paseo de regreso, caminamos de la mano, a veces abrazados, y, ya cerca del destino, Marisa se detuvo en el escaparate de una boutique. Siguiendo un ritual que le había visto mil veces, y que mil veces me fascinara, sacó del bolso sus gafas de sol y comenzó a mordisquear la patilla izquierda, examinando con precisión cirujana precios de ropa y zapatos. Alarmada por las cifras, intentó convencerme del disparate de pagar varios miles de yupinkis por un trapito de playa, un sujetador halter encaje plumeti rojo, o una faldita plisada de chifón satinado, pero yo, desconocedor de las leyes del mercado, declaré mi ignorancia encogiéndome de hombros.


Convencida de que la boutique era propiedad de una banda de piratas presta a asaltar los bolsillos de las mujeres, Marisa jaló de mi brazo para marcharnos. Obediente, me dejé llevar, pero al demorar mi vista en el cristal observé mi rostro reflejado. Aproveché para repeinarme con la mano algún rebelde mechón de mi frente y, cuál no sería mi sorpresa, al advertir que mi faz se demudaba en la de un macho cabrío. Giré raudo mi cabeza, suponiendo algún gracioso detrás de mí, pero

no encontré a nadie y, de nuevo frente al escaparate — un espejo en la oscuridad— me topé con mi rostro ori- ginal.


Aquella vuelta a la normalidad me tranquilizó, pero de inmediato, como impelida por un dinamismo desconocido, mi cara se difuminó para dar paso de nuevo a esa faz caprina. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al comprobar que aquello no era un fenómeno de auto pareidolia, sino que las dos caras, apareciendo y desapareciendo casi al compás de mi respiración, me pertenecían.


—Marisa —grité sobrecogido con aquella visión—, mira ahí, soy un cabrón.


Lejos de inquietarse, Marisa me miró de arriba a abajo con parsimonia estoica y, al tiempo que guardaba sus gafas en el bolso, respondió:


—¿Y te asombras? Recuerda el asado de cabrito que te has comido y tus comentarios sobre materia y espíritu. Por lo demás, te conozco sobradamente y, a pesar de tus desvaríos y espantadas, confieso que me gustas así, tal y como eres.


Como si de un ensalmo se tratara, aquellas palabras me sonaron a música celestial y me sumieron en una calma que me resultó extática. Porque, viendo al cabrón sonreír feliz en el cristal del escaparate, me parecieron el más lúcido consejo para aprobar una asignatura crucial en la licenciatura permanente de la vida: la de la auto- aceptación. Llevado por un sentimiento de gratitud, agarré a Marisa por la cintura, le dije «te quiero» y la besé con pasión. El alba nos vio a los dos montados en mi Chendray, camino de Capriati.

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